Trump y las élites: crónica desde el epicentro de una decadencia anunciada

Durante las primeras semanas del gobierno de Donald Trump, viví una sensación de vértigo y desconcierto. No porque la figura del nuevo presidente me sorprendiera —su narcisismo desmesurado y su desprecio por las normas democráticas eran bien conocidos—, sino porque resultaba inconcebible que el país más poderoso del planeta depositara su futuro en manos de un personaje cuya visión del mundo parecía sacada de un manual de oportunismo vulgar.

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RAMÓN GARCIA

4/24/20253 min read

Lo que se desplegó desde entonces fue un espectáculo lamentable, como si Washington hubiera sido convertido, de repente, en una colonia a disposición de los caprichos de su nuevo gobernador. Lo que más me perturbó no fue tanto el personaje en sí, sino la entusiasta complicidad de las élites económicas, esos plutócratas que apostaron por Trump con la esperanza de ver maximizado su poder y su riqueza.

Esa alianza entre populismo y capital desenfrenado terminó produciendo una tormenta perfecta. Los mercados, fieles indicadores de confianza y estabilidad, comenzaron a desplomarse. Y, con ello, surgió el temor de una recesión inminente, incluso del fin del liderazgo global de Estados Unidos. Pero, para comprenderlo a fondo, es crucial no ver en Trump la causa, sino el síntoma de una decadencia más profunda, que arrastra al país desde hace años. Estados Unidos sigue siendo, sin duda, una superpotencia tecnológica y militar. Sin embargo, esa fortaleza externa contrasta con una descomposición interna inquietante. La historia nos ha enseñado que los imperios no colapsan por la falta de armas, sino por el agotamiento moral de sus élites. Y en este caso, esa relajación ética se manifiesta en una clase dirigente que ha colocado el dinero por encima del bien común, y en una sociedad que ha confundido liderazgo con espectáculo, y política con entretenimiento.

Cuando Trump comenzó a lanzar sus ataques más descarnados contra los derechos humanos y los principios democráticos, la respuesta fue un silencio atronador. Ni las instituciones ni gran parte de la ciudadanía reaccionaron como cabría esperar en una democracia madura. Solo cuando el colapso de los mercados afectó directamente a los grandes intereses económicos, surgió una especie de “rebelión de los ricos”: esos mismos plutócratas que habían aupado a Trump al poder, se vieron obligados a intentar restaurar la estabilidad perdida.

Era tarde. El daño ya estaba hecho. Recuerdo cómo, en mi juventud, Estados Unidos era para muchos europeos un faro moral y cultural. Sus movimientos por los derechos civiles, su vibrante cultura popular, su defensa de la democracia, eran referentes indiscutibles. Ese soft power —ese poder intangible pero inmensamente eficaz— se ha ido erosionando paulatinamente. Trump no hizo más que asestarle el golpe definitivo. Hoy, el prestigio internacional de Estados Unidos está profundamente mermado, y su credibilidad, comprometida.

Esta situación, sin embargo, abre una oportunidad histórica para Europa. Nuestra región, pese a sus problemas, sigue siendo un espacio donde la decencia política conserva cierta vigencia. Los abusos que hemos visto en la administración Trump resultan impensables en la mayoría de nuestras democracias. Tenemos, por tanto, la posibilidad —y la responsabilidad— de ocupar un lugar central en el nuevo orden global. Pero eso exige más que declaraciones bien intencionadas: implica avanzar con determinación en campos como la defensa común, la inteligencia artificial o la soberanía tecnológica.

El mayor desafío, sin embargo, es otro: preservar y fortalecer nuestra fibra moral. Porque si algo ha demostrado la experiencia estadounidense, es que una sociedad puede tener las mejores universidades, las empresas más innovadoras y las fuerzas armadas más poderosas, y aun así caer en manos de un liderazgo grotesco cuando sus élites pierden el sentido de la responsabilidad. Europa debe aprender la lección. No podemos permitirnos replicar el modelo que ha llevado a Estados Unidos a esta deriva.

Nuestras élites económicas y políticas deben comprender que el capitalismo sin límites, desprovisto de control democrático, acaba socavando los propios fundamentos de la civilización que lo sustenta. Trump fue posible porque, durante demasiado tiempo, el capital se impuso a la política, el ego al bien común, el espectáculo a la razón. Hoy más que nunca, los europeos debemos defender una idea de sociedad donde la decencia no sea una excepción, sino la norma. Solo así podremos evitar que, algún día, despertemos también nosotros gobernados por un bufón con pretensiones de emperador.