Trump y el nuevo desorden mundial: el reflejo de un pasado no resuelto
A menudo se dice que vivimos un cambio de época, pero rara vez dimensionamos lo que eso implica. Lo he visto con claridad al observar la evolución política y geopolítica de Estados Unidos desde la irrupción de Donald Trump. Lejos de ser una anomalía, Trump es, en muchos sentidos, la manifestación de una continuidad histórica, de un malestar larvado durante décadas que ahora se expresa sin filtros.
ACTUALIDAD MERCADOS
EMMA TUCKER
6/9/20253 min read


Su figura polariza, pero también diagnostica con precisión algunas de las grietas más profundas del sistema global. Hace no mucho leí un análisis que me dejó pensando: describía el contexto estadounidense de decadencia, con un elevado déficit comercial, pérdida de poder industrial, sensación de declive moral, rechazo a la inmigración y una profunda desconfianza hacia las élites liberales. En un primer momento creí que se hablaba del presente, del fenómeno Trump, pero no: era el retrato de la América anterior a Ronald Reagan. Esa coincidencia temporal, casi profética, me hizo comprender que Trump no surge de la nada, sino de un largo proceso de transformación interna.
Es cierto que el mundo de hoy es otro: ya no existe la Unión Soviética, la hegemonía estadounidense se ve desafiada por múltiples actores y la globalización ha modificado los equilibrios económicos. Sin embargo, muchos de los males que aquejaban a Estados Unidos en los años setenta —desindustrialización, deuda, pérdida de cohesión social— son los mismos que hoy pretenden resolverse bajo un nuevo liderazgo. Y en este punto, por controvertido que sea, Trump ofrece una lectura de la realidad que ha calado en millones de ciudadanos. Me he preguntado muchas veces por qué ganó Trump las elecciones. No es suficiente hablar de populismo o del descontento de los votantes blancos. Hay algo más profundo: el sentimiento de abandono, de que el país dejó de cuidar a los suyos. La externalización de empleos a Asia, la reconversión hacia una economía de servicios, la financiarización de la economía, erosionaron no solo el tejido productivo, sino la dignidad de muchas comunidades. En su campaña, Trump habló de traer empleos de vuelta, de cerrar el grifo del déficit comercial, de frenar la inmigración y de “hacer América grande otra vez”. Promesas simples, sí, pero cargadas de simbolismo.
Estados Unidos, con Trump al mando, dejó de apostar por el consenso multilateral y comenzó a rehacer el orden mundial bajo sus propios términos. La diplomacia dio paso al trato bilateral, y la presión se impuso sobre la persuasión. Europa fue conminada a alinearse, Asia se convirtió en terreno de confrontación, y el adversario ya no fue ideológico —como lo fue la URSS—, sino pragmático: China, con su poder comercial y su influencia tecnológica. La pugna con China no es solo económica. Tiene un trasfondo existencial. Mientras en Occidente aún debatimos sobre privacidad y libertades, los sistemas de vigilancia masiva promovidos por el Partido Comunista chino ya se han filtrado en nuestras sociedades, bajo otros nombres y pretextos. La tecnología, esa que antes imaginábamos como emancipadora, hoy se perfila como un instrumento de control. Y esta es una batalla que Occidente no puede permitirse perder, aunque no tengamos aún claro cómo enfrentarla. Europa, mientras tanto, sigue atrapada en una especie de parálisis estratégica. Seguimos siendo exportadores de reglas, soñando con un mundo que ya no existe. Mantenemos un modelo de bienestar que admiramos y queremos conservar, pero que ya no se sostiene con la misma solidez.
El capital europeo, lejos de fortalecer nuestras industrias, se fuga a Wall Street. Nuestra dependencia energética, tecnológica y militar se acentúa. Y la descoordinación política hace imposible diseñar una respuesta coherente. Cuando miro el panorama actual, no puedo evitar recordar los años veinte del siglo pasado. Sociedades divididas, sin horizonte compartido, sin líderes capaces de articular una narrativa de futuro. Entonces, como ahora, la fragmentación dio paso a radicalismos. La diferencia fue Roosevelt, un dirigente que supo canalizar el malestar en un proyecto nacional productivo. Hoy, en lugar de un Roosevelt, tenemos líderes atrapados en lógicas electorales de corto plazo, incapaces de ver el bosque detrás de los árboles. La pregunta que ronda es si lo peor está por venir. No hay respuestas definitivas, pero sí advertencias claras.
Si seguimos sosteniendo una economía de servicios sin base industrial, si permitimos que el trabajo deje de ser garantía de una vida digna, si ignoramos las tensiones geopolíticas y nos aferramos a una globalización en retroceso, nos veremos ante un escenario de ruptura. No solo económica, sino también política y social. Trump es un síntoma, no la enfermedad. Representa un giro en la forma de entender el poder, de concebir el rol del Estado, de redefinir los intereses nacionales. Podemos estar en desacuerdo con sus métodos, pero no podemos negar que ha puesto sobre la mesa preguntas que todos deberíamos hacernos.
¿Qué queremos ser como sociedad? ¿Qué papel queremos jugar en el mundo? ¿A qué estamos dispuestos a renunciar para conservar lo que tenemos? En esta era de incertidumbre, no basta con nostalgia ni con tecnocracia. Se necesita visión. Se necesita valentía. Porque el nuevo espíritu del mundo ya está aquí, nos guste o no. ¿Quieres que este texto se publique en un contexto específico, como un blog, una columna de opinión o en una revista cultural? Puedo adaptarlo según el medio.
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