Trump y el fin del liderazgo global: el precio de negociar con la ley del más fuerte

Hay quien afirma que Donald Trump está demostrando ser un hábil negociador. En tan solo unas semanas, ha conseguido que Europa se comprometa a incrementar su gasto en defensa y es posible que incluso logre que se implique aún más activamente en la guerra de Ucrania. Trump capitaliza la supremacía de Estados Unidos en los ámbitos militar, tecnológico y económico para cerrar acuerdos que favorecen a su país, particularmente en el comercio exterior. Su estrategia es clara: utiliza una posición de fuerza para presionar a aliados, rivales y competidores, forzándolos a ceder ante los intereses estadounidenses. Esta forma de negociar, basada en el despliegue crudo del poder, persigue beneficios inmediatos en cada transacción.

ACTUALIDAD MERCADOS

EMMA TUCKER

3/24/20253 min read

Hay quien afirma que Donald Trump está demostrando ser un hábil negociador. En tan solo unas semanas, ha conseguido que Europa se comprometa a incrementar su gasto en defensa y es posible que incluso logre que se implique aún más activamente en la guerra de Ucrania. Trump capitaliza la supremacía de Estados Unidos en los ámbitos militar, tecnológico y económico para cerrar acuerdos que favorecen a su país, particularmente en el comercio exterior. Su estrategia es clara: utiliza una posición de fuerza para presionar a aliados, rivales y competidores, forzándolos a ceder ante los intereses estadounidenses. Esta forma de negociar, basada en el despliegue crudo del poder, persigue beneficios inmediatos en cada transacción.

Es el reflejo de una visión transaccional del mundo, donde los principios ceden ante los réditos tangibles del corto plazo. En este enfoque, cada acuerdo no es una construcción a largo plazo, sino una oportunidad táctica para sacar ventaja. Pero esta práctica, lejos de consolidar el liderazgo global de Estados Unidos, parece estar erosionándolo. Históricamente, el dominio mundial de Estados Unidos no se ha basado únicamente en su potencia militar o económica, sino en su capacidad de ejercer un liderazgo reconocible, sustentado en valores compartidos y en el respeto al orden internacional liberal.

Fue precisamente esta visión —una que promovía el multilateralismo y la cooperación entre democracias— la que cimentó el prestigio de Estados Unidos durante décadas. Y si bien es cierto que su poder duro ha sido incuestionable, su verdadero éxito global también tuvo mucho que ver con su autoridad moral e intelectual. Hoy, esa base de confianza se está resquebrajando. Trump ha optado por el aislacionismo y por aplicar lo que podría resumirse como la ley del más fuerte. Esa estrategia puede ofrecer algunos triunfos tácticos, pero en términos geopolíticos mina la credibilidad y la confianza mutua. El daño a las relaciones transatlánticas, en particular con las democracias liberales europeas, es difícil de revertir.

La posición de liderazgo mundial que Estados Unidos había logrado tras décadas de construir alianzas amplias y duraderas, se debilita con cada paso que se aleja de la colaboración y se acerca a la imposición. Las implicaciones económicas no son menores. En un entorno global cada vez más interconectado, los acuerdos comerciales sostenibles dependen de la estabilidad política y de la confianza entre socios.

Un enfoque que prioriza únicamente el beneficio inmediato, sin atender al contexto de alianzas estratégicas, puede traducirse en menor inversión extranjera, inestabilidad de los mercados y una creciente dificultad para cerrar pactos multilaterales. Además, este estilo negociador transmite un mensaje claro: Estados Unidos solo es fiable mientras el acuerdo le convenga, lo que inevitablemente genera desconfianza y reticencia en sus socios históricos. Este viraje en la política exterior estadounidense no solo afecta al tablero diplomático, sino también a su propia economía. Una nación que deja de inspirar respeto y previsibilidad entre sus aliados corre el riesgo de perder mercados clave, influencias geopolíticas y, en última instancia, su capacidad de modelar el orden global.

Y si la hegemonía global se convierte únicamente en una cuestión de músculo, sin sustento ético ni consenso, su sostenibilidad se verá seriamente comprometida. Lo más preocupante es que esta deriva no debería tomarnos por sorpresa. Las señales estaban ahí: la retórica nacionalista, el desprecio por las instituciones multilaterales, la ruptura de consensos básicos con Europa. Todo ello indicaba que la confianza en Estados Unidos como garante del equilibrio global se estaba debilitando.

La reciente visita del vicepresidente Vance a Múnich y su tibio respaldo al presidente ucraniano Zelenski en la Casa Blanca han puesto de manifiesto la creciente distancia entre la visión de Estados Unidos y la del resto de las democracias liberales de Occidente. Y cuanto más tarde reaccione Estados Unidos en recuperar su imagen de socio fiable y defensor del orden democrático, más difícil será revertir esta tendencia. Se puede imponer respeto por la fuerza, pero no se puede exigir confianza sin demostrar coherencia. El arte de negociar, tal como lo entendía Trump, podría estar resultando ser, en realidad, el arte de aislarse.