Por tu seguridad o por tu libertad: cuando el control se disfraza de protección
Hace apenas unas semanas, me encontré escuchando una tertulia radiofónica que, sin quererlo, reveló mucho más que la opinión sobre una medida concreta del Gobierno. Se debatía la propuesta de reducir a cero la tasa de alcohol permitida para conducir, y lo que podría haber sido una conversación matizada y crítica, se convirtió en un aplauso unánime a favor de lo que muchos calificaban de “necesario por seguridad”. Ninguno de los tertulianos, todos inteligentes y curtidos, se detuvo a cuestionar los matices, las implicaciones, ni la frontera difusa entre protección ciudadana y pérdida de libertades. Ese es precisamente el punto que me inquieta: cómo, en nombre de la seguridad, podemos acabar cediendo espacios fundamentales de libertad sin siquiera advertirlo. Porque detrás del razonamiento aparentemente lógico —"si reduce accidentes, es bueno"— se esconde una peligrosa aceptación del control total.
ACTUALIDAD MERCADOS
JESÚS LACALLE
4/11/20253 min read


Hace apenas unas semanas, me encontré escuchando una tertulia radiofónica que, sin quererlo, reveló mucho más que la opinión sobre una medida concreta del Gobierno. Se debatía la propuesta de reducir a cero la tasa de alcohol permitida para conducir, y lo que podría haber sido una conversación matizada y crítica, se convirtió en un aplauso unánime a favor de lo que muchos calificaban de “necesario por seguridad”. Ninguno de los tertulianos, todos inteligentes y curtidos, se detuvo a cuestionar los matices, las implicaciones, ni la frontera difusa entre protección ciudadana y pérdida de libertades. Ese es precisamente el punto que me inquieta: cómo, en nombre de la seguridad, podemos acabar cediendo espacios fundamentales de libertad sin siquiera advertirlo. Porque detrás del razonamiento aparentemente lógico —"si reduce accidentes, es bueno"— se esconde una peligrosa aceptación del control total.
Se obvia, por ejemplo, que en la mitad de los accidentes mortales el conductor no había ingerido alcohol. También se pasa por alto que otros factores, como el uso del móvil, el cansancio o la velocidad, inciden tanto o más que una copa de vino en la cena. En un país como España, donde socializar en bares o restaurantes forma parte de nuestra cultura, imponer una tasa cero no sólo afecta al conductor imprudente, sino también al ciudadano que disfruta de una vida social responsable.
¿Realmente estamos dispuestos a criminalizar esa realidad cotidiana bajo el argumento de que “es por nuestra seguridad”? Porque ese argumento, tan bienintencionado en apariencia, ha sido históricamente el refugio preferido de los regímenes autoritarios. Ninguno de los tertulianos pensó en lo absurdo de prohibir, por ejemplo, la presencia de música en los coches, que también puede distraer.
O en regular estrictamente la conversación con los pasajeros. Y, sin embargo, prohibir una copa de vino sí les parecía razonable. ¿Por qué? Tal vez porque no se trataba de una actividad que ellos practicaran con frecuencia. Pero lo peligroso es que, si se asume que cualquier molestia está justificada por una promesa de seguridad, mañana se podría censurar cualquier otra libertad, siempre que no nos afecte directamente. Este desliz es aún más preocupante si se observa en el contexto de una creciente tendencia estatal a fiscalizar la vida privada. En cuestiones tan variadas como el consumo de alcohol, el tabaco, la alimentación, o incluso la crianza, el Estado se permite hoy intrometerse con una soltura antes impensable. A veces con fines legítimos, sí, pero con una falta de proporcionalidad que roza lo autoritario. Y lo más inquietante: sin apenas resistencia social. No estamos solos en esta deriva. Varios países europeos ya han adoptado políticas similares. Algunos, como Eslovaquia o Hungría, lo han hecho bajo un barniz de moral colectiva. Otros, como Francia o Italia, lo han impuesto con medidas que rozan el castigo preventivo.
En todos los casos, la motivación declarada es proteger vidas. Pero en el fondo, hay una peligrosa renuncia a la autonomía individual, a la idea de que el ciudadano adulto puede y debe ser responsable de sus actos sin que el Estado lo trate como un menor perpetuo. Y mientras tanto, el mismo sistema que prohíbe una copa al volante, trivializa desde medios públicos el consumo de drogas o la banalización del sexo sin protección.
¿Coherencia? Ninguna. ¿Instrumentalización del miedo? Absoluta. Porque lo que realmente subyace no es una preocupación por la seguridad, sino una necesidad política de control, de someter al ciudadano a un molde donde cualquier disidencia o estilo de vida alternativo pueda ser tachado de peligroso. Así que sí, la seguridad es importante. Pero no puede ser el argumento para entregar sin resistencia lo más valioso que poseemos: nuestra libertad. Porque como decía aquel viejo adagio —que nunca pierde vigencia—, quien sacrifica libertad por seguridad, no merece ni una ni otra. Y, peor aún, corre el riesgo de perderlas ambas.
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