¿Por qué suben los tipos de interés de la deuda pública a largo plazo mientras los bancos centrales bajan los suyos? Una mirada desde dentro del mercado financiero

Durante las últimas semanas, como analista financiero que observa a diario los movimientos de los mercados de renta fija, he notado con creciente preocupación un fenómeno que a muchos podría parecer paradójico: mientras los bancos centrales de las principales economías occidentales —Estados Unidos, Reino Unido o la eurozona— están reduciendo o manteniendo bajos sus tipos de interés de referencia, el coste de financiación de la deuda pública a largo plazo no solo no ha bajado, sino que continúa su escalada.

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DANIEL GIL

7/21/20254 min read

Este comportamiento inverso, entre los tipos oficiales a corto plazo y los tipos de los bonos soberanos a largo plazo, está generando un profundo debate entre economistas, gestores de fondos e inversores institucionales. Acompáñenme a analizar por qué está ocurriendo esto y qué señales nos están enviando los mercados financieros.

La desconexión entre corto y largo plazo

Pongamos ejemplos concretos. En Estados Unidos, la Reserva Federal ha reducido sus tipos de interés en un punto porcentual respecto al año anterior. Todo indica, además, que esta tendencia bajista continuará. Sin embargo, la rentabilidad del bono del Tesoro estadounidense a 30 años no ha seguido el mismo camino. Lejos de caer, se mantiene elevada, o incluso ha repuntado ligeramente. En Reino Unido, el Banco de Inglaterra ha recortado sus tipos de interés en 1,25 puntos porcentuales, y el mercado anticipa nuevas bajadas. Aun así, la rentabilidad de su deuda a 30 años ha alcanzado niveles que no se veían desde 1998. En la eurozona, el Banco Central Europeo ha recortado sus tipos en dos puntos porcentuales desde 2023. Pero ni la deuda española ni la alemana a 30 años han visto abaratarse sus costes de financiación. En el caso de Alemania, incluso se ha encarecido. Incluso en Japón, donde el Banco Central ha subido sus tipos por primera vez en décadas —del 0% al 0,5%—, los bonos a 30 años han alcanzado el mayor tipo de interés desde que comenzaron a emitirse en 1999. ¿Qué está sucediendo? ¿No eran los bancos centrales quienes marcaban el pulso de los tipos de interés? La respuesta corta es que su influencia en los tipos de largo plazo es mucho más limitada de lo que se suele pensar.

La raíz del problema: una avalancha de deuda El tipo de interés de la deuda pública a largo plazo lo determina el equilibrio entre oferta y demanda de esos activos financieros. Es decir, lo que los gobiernos están dispuestos a emitir y lo que los inversores están dispuestos a comprar. En los últimos años, la oferta de deuda pública se ha disparado. Gobiernos de todo el mundo, enfrentados a déficits persistentes y a compromisos crecientes de gasto, están emitiendo más y más deuda a largo plazo. Estados Unidos y Japón presentan déficits fiscales crónicos. En la eurozona, varios países continúan incrementando sus necesidades de financiación, aunque en menor medida.

En contraste, la demanda privada de deuda a largo plazo no está creciendo al mismo ritmo. No porque no exista apetito por estos activos —siguen siendo refugios seguros en muchos casos—, sino porque hay límites estructurales a cuánto está dispuesto a invertir el sector privado en deuda pública, especialmente a plazos tan largos y en un entorno de incertidumbre macroeconómica. Y cuando la oferta supera a la demanda, los precios de los bonos caen... lo que automáticamente eleva sus tipos de interés.

¿Por qué no actúan los bancos centrales?

Podríamos pensar que los bancos centrales tienen la capacidad de intervenir comprando directamente deuda a largo plazo, como hicieron durante los programas de expansión cuantitativa tras la crisis de 2008 o durante la pandemia. En efecto, podrían hacerlo. Pero a un precio: crear más dinero. Si los bancos centrales quieren mantener bajo el tipo de interés de la deuda pública a largo plazo, deben comprar grandes cantidades de bonos, y para ello generan nueva moneda fiat. Esto conduce a una mayor masa monetaria en circulación, lo que incrementa el riesgo de inflación si dicha masa no es absorbida por la demanda del mercado. Y aquí está el quid de la cuestión: los bancos centrales tienen un mandato de estabilidad de precios, generalmente en torno al 2% de inflación anual. Si inyectan demasiado dinero en la economía para contener los tipos de largo plazo, podrían terminar alimentando una espiral inflacionaria. Por eso, su margen de maniobra es más estrecho de lo que parece.

El ejemplo suizo: una excepción que confirma la regla

Frente a este escenario, Suiza se presenta como una excepción reveladora. Con una política fiscal prudente, superávit presupuestario proyectado para los próximos años y una oferta muy limitada de deuda pública, el coste de financiación de su bono a 30 años no alcanza ni siquiera el 1%. Esto demuestra que el mercado sigue premiando la solvencia fiscal. Y también que los tipos de interés altos no son una maldición inevitable, sino una consecuencia directa de las políticas de gasto y de financiación de los estados.

La inflación como telón de fondo

En última instancia, lo que el mercado está descontando con estos tipos elevados a largo plazo es una pérdida de valor futuro del dinero.

No necesariamente porque la inflación actual sea elevada (aunque lo fue en años recientes), sino porque se percibe que los gobiernos podrían acabar recurriendo a la inflación como forma indirecta de financiar su deuda. La historia está llena de episodios en los que los gobiernos, enfrentados a montañas de deuda, han optado por dejar que la inflación "diluya" su valor real. Esto equivale, en la práctica, a trasladar el coste de esa deuda a los ahorradores y asalariados.

Reflexión final Como analista, observo con atención la evolución de estos indicadores. La desconexión entre los tipos de interés oficiales a corto plazo y los rendimientos a largo plazo en el mercado de deuda pública es una señal de alarma fiscal y monetaria. Los bancos centrales pueden controlar el precio del dinero a corto plazo. Pero el mercado, al fijar los precios de los activos a largo plazo, está lanzando un mensaje claro: hay dudas sobre la sostenibilidad de la política fiscal de muchos gobiernos.

Y también hay desconfianza sobre su capacidad (o su voluntad) para mantener la inflación bajo control en las próximas décadas. El coste de esta desconfianza ya lo estamos viendo: financiar el futuro se ha vuelto más caro. El desafío, ahora, será reconstruir esa confianza con responsabilidad presupuestaria, credibilidad monetaria y, sobre todo, visión a largo plazo. Porque, como nos recuerda el caso de Suiza, la prudencia también puede ser rentable.