Microchips y tierras raras: el nuevo epicentro de la tensión entre Estados Unidos y China
La rivalidad entre las dos grandes superpotencias mundiales ha entrado en una nueva fase, más compleja y estratégica que nunca. Ya no se trata solo de aranceles, discursos ideológicos o influencia geopolítica. Hoy, el pulso entre Estados Unidos y China se libra en el corazón tecnológico del siglo XXI: los microchips y las tierras raras.
ACTUALIDAD MERCADOS
RAMON GARCIA
6/13/20253 min read


Dos recursos que, aunque invisibles para el ciudadano común, sostienen el funcionamiento de prácticamente todo: desde teléfonos móviles hasta sistemas de defensa avanzados. Las cifras no dejan lugar a dudas.
China concentra el 61 % de la producción mundial de tierras raras y el 92 % de su procesado. Este dominio convierte a Pekín en un actor irremplazable para cualquier economía avanzada, especialmente cuando se trata de fabricar componentes clave para la transición energética, la inteligencia artificial y la tecnología militar. A esto se suma su creciente protagonismo en la cadena de suministro de semiconductores, donde su influencia, aunque aún por detrás de Taiwán, resulta cada vez más determinante. En este contexto, Washington ha empezado a reaccionar. La reciente reactivación de las negociaciones comerciales bilaterales —que se retomarán próximamente en Londres— refleja tanto la urgencia de resolver los puntos de fricción como la necesidad de establecer nuevas reglas de juego.
Sin embargo, la historia reciente aconseja prudencia: el último gran intento de diálogo acabó, bajo la presidencia de Donald Trump, con un aumento del proteccionismo y una escalada de sanciones mutuas que perjudicó a ambas economías. Hoy, con Joe Biden en la Casa Blanca pero con figuras republicanas como Donald Trump y su vicepresidente aspirante J.D. Vance aún muy presentes en el discurso político, el escenario vuelve a tensarse. Washington ha comenzado a revisar los contratos públicos con empresas chinas, ha restringido el acceso a componentes tecnológicos críticos y ha cuestionado la presencia de estudiantes e investigadores del gigante asiático en universidades estadounidenses. Pekín, por su parte, no se ha quedado de brazos cruzados.
Ha endurecido su discurso y, al mismo tiempo, ha redoblado su apuesta por el autodesarrollo. Xi Jinping ha dejado claro que su país no aceptará presiones externas y que está preparado para enfrentar un eventual desacoplamiento económico, si fuera necesario. La consigna oficial es clara: reducir la dependencia exterior y reforzar la autosuficiencia nacional en tecnología y recursos estratégicos. Entre tanto, las interdependencias siguen siendo profundas. Más de 227.000 estudiantes chinos cursan estudios en EE. UU., mientras que apenas 1.300 estadounidenses lo hacen en China.
En el ámbito comercial, el intercambio es gigantesco: más de 635.000 millones de dólares en importaciones y exportaciones cruzadas en 2023. El reto es encontrar un equilibrio que permita mantener ese flujo sin sacrificar la seguridad nacional ni ceder demasiado terreno geopolítico. El gran temor de Occidente es claro: perder el acceso a los microchips fabricados en Taiwán sería un golpe devastador para toda la economía mundial. Las fábricas de semiconductores de la isla producen más del 60 % de los chips avanzados que utiliza el planeta, y su eventual bloqueo —por conflicto o por presión comercial— podría desatar una crisis de escala global. Washington lo sabe, y por eso ha intensificado tanto su cooperación con Taipéi como sus esfuerzos por relocalizar parte de la producción en suelo estadounidense.
Lo que está en juego no es menor. No hablamos solo de relaciones diplomáticas o disputas comerciales. Lo que se dirime es el control del futuro: quién define las reglas de la innovación, quién garantiza el suministro de los materiales clave y quién lidera la próxima revolución tecnológica. En esa partida, los microchips y las tierras raras se han convertido en las piezas más codiciadas del tablero. Y si algo me queda claro es que esta guerra no se ganará con tanques ni tratados, sino con silicio, datos y minerales invisibles que hoy valen más que el oro.
El mundo observa, mientras dos gigantes miden sus fuerzas sin dar un solo paso en falso. Porque, en este juego, un error podría costar más que una derrota: podría redefinir el orden global durante décadas.
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