Guerra comercial: el eco peligroso de los años treinta
Las decisiones políticas tienen consecuencias. Y cuando esas decisiones afectan el comercio internacional, los efectos se propagan con una velocidad y una profundidad que, a menudo, quienes las toman subestiman. Al analizar la política arancelaria impulsada por Donald Trump, no puedo evitar pensar en un oscuro episodio de la historia económica: la década de 1930. En aquel entonces, medidas similares llevaron al colapso de los intercambios globales, agravando la Gran Depresión. Hoy, con la misma mezcla de nacionalismo económico y desprecio por la cooperación multilateral, corremos el riesgo de repetir los mismos errores.
ACTUALIDAD MERCADOS
EMILIANO GÓMEZ
4/18/20253 min read


Las decisiones políticas tienen consecuencias. Y cuando esas decisiones afectan el comercio internacional, los efectos se propagan con una velocidad y una profundidad que, a menudo, quienes las toman subestiman. Al analizar la política arancelaria impulsada por Donald Trump, no puedo evitar pensar en un oscuro episodio de la historia económica: la década de 1930. En aquel entonces, medidas similares llevaron al colapso de los intercambios globales, agravando la Gran Depresión. Hoy, con la misma mezcla de nacionalismo económico y desprecio por la cooperación multilateral, corremos el riesgo de repetir los mismos errores.
Trump no fue el primero en ver los aranceles como una herramienta de presión. Pero sí ha sido, sin duda, uno de los que más los ha utilizado con un enfoque frontal, impulsivo y unilateral. Con la excusa de corregir los desequilibrios comerciales y recuperar empleos industriales, su gobierno impuso barreras a productos clave de múltiples socios comerciales, especialmente China. Sin embargo, la historia demuestra que este tipo de políticas rara vez generan beneficios sostenidos. Más bien tienden a provocar represalias, romper cadenas de suministro y elevar los precios internos, afectando a quienes menos margen tienen para absorber esos costes: los ciudadanos.
Durante los años treinta, Estados Unidos aprobó el famoso arancel Smoot-Hawley, que elevó de forma drástica los impuestos a las importaciones. La reacción global fue inmediata. Decenas de países respondieron con medidas similares, cerrando sus economías y desencadenando un proceso de fragmentación comercial que hundió el comercio mundial. Fue una de las causas profundas del estancamiento económico de esa década y un catalizador del malestar social que allanó el camino al extremismo político en varias regiones del mundo.
Lo más preocupante es que hoy existen paralelismos alarmantes. La globalización atraviesa una fase crítica. Los acuerdos multilaterales han perdido fuerza, y el multilateralismo económico —tan duramente construido desde Bretton Woods en 1944— está siendo desafiado por una oleada de populismo económico. En este contexto, abrir la caja de los truenos de una guerra comercial no es solo un acto imprudente: es una amenaza real para el bienestar de generaciones enteras. Porque una vez se inicia este tipo de confrontación, desescalar resulta extraordinariamente difícil. Se entra en una lógica de “ojo por ojo” que puede terminar cegando a todos. Y no se trata únicamente de una disputa entre potencias.
Los efectos colaterales ya se sienten en países en vías de desarrollo, especialmente aquellos cuya economía depende de las exportaciones o del comercio abierto con las grandes economías. Las subidas de precios, las restricciones al acceso a mercados y la ralentización de la inversión golpean con especial dureza a las regiones más vulnerables. Actuar en solitario, en un contexto tan interdependiente, es una receta para el fracaso colectivo. Afortunadamente, la historia también ofrece lecciones de redención.
Tras la Segunda Guerra Mundial, se construyó un nuevo orden económico internacional basado en reglas, cooperación y liberalización progresiva del comercio. Ese sistema no ha sido perfecto, pero sí ha permitido décadas de crecimiento sostenido, reducción de la pobreza global y modernización productiva. Desmantelarlo por impulsos ideológicos sería, sencillamente, un suicidio económico. Desde Europa, esta situación exige una respuesta firme. No podemos mantenernos neutrales ante un proceso que pone en riesgo la arquitectura económica global. Debemos alzar la voz en defensa de un comercio justo, pero también abierto y transparente. No se trata de defender a ciegas la globalización tal como la conocimos, sino de renovarla y fortalecerla ante los desafíos del presente: transición energética, digitalización, desigualdad.
Pero cerrarse al mundo nunca ha sido la solución. Tampoco lo será ahora. Por eso, como economista y ciudadano comprometido con el progreso, hago un llamado a la sensatez. La guerra comercial que ha impulsado Estados Unidos, lejos de fortalecer su economía, puede terminar debilitándola y arrastrando al resto del mundo en su caída. Es urgente revertir esta dinámica. Cuanto antes se reconozca el error, menores serán los daños. No repitamos la historia. No volvamos a los años treinta.
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