Europa y los minerales: una urgencia subterránea que ya no podemos ignorar

En los últimos años he sido testigo de un cambio de paradigma en la conciencia colectiva europea. Las materias primas minerales, que durante décadas permanecieron en un segundo plano del debate público y político, se han convertido en protagonistas indiscutibles del presente y del futuro económico del continente.

ACTUALIDAD MERCADOS

ALEX SEGURA

4/8/20252 min read

En los últimos años he sido testigo de un cambio de paradigma en la conciencia colectiva europea. Las materias primas minerales, que durante décadas permanecieron en un segundo plano del debate público y político, se han convertido en protagonistas indiscutibles del presente y del futuro económico del continente.

Y no ha sido por voluntad propia, sino por la contundencia de una realidad que nos ha golpeado con fuerza: nuestra dependencia estructural de recursos esenciales que no producimos en cantidad suficiente y que, en muchos casos, ni siquiera controlamos. La invasión de Ucrania hace tres años fue el detonante. La crisis energética que provocó —multiplicando por diez el precio del gas en los mercados mayoristas— puso al descubierto una vulnerabilidad que Europa ya no podía seguir disimulando: la fragilidad de su estrategia energética y, por extensión, de su autonomía estratégica. Nos vimos obligados a rediseñar apresuradamente nuestro modelo de abastecimiento, y con ello afloró una verdad incómoda: no sólo dependemos del exterior para obtener energía, también lo hacemos para acceder a minerales fundamentales para nuestra economía y nuestra transición ecológica.

Hoy, cuando hablamos de futuro —y de supervivencia industrial—, hablamos de cobre, grafito, litio, níquel, tierras raras, fosfatos, potasa, aluminio, silicio... Elementos todos ellos imprescindibles para fabricar desde baterías y paneles solares hasta microchips y fertilizantes. Son los "minerales críticos", y de su disponibilidad depende buena parte de la producción tecnológica, la agricultura moderna y, en última instancia, la competitividad de nuestras economías. Sin embargo, estos recursos no están bajo nuestro control. Una parte abrumadora de ellos procede de países como China, que desde hace décadas diseñó y ejecutó una estrategia de dominio en el sector minero global. Mientras Europa se adormecía en el espejismo de la deslocalización y la eficiencia importada, Pekín invertía y aseguraba cadenas de valor estratégicas, tanto dentro como fuera de sus fronteras. Lo hizo sin los condicionantes medioambientales, laborales ni democráticos que caracterizan nuestro modelo.

Y hoy, no nos queda más remedio que enfrentarnos a las consecuencias. Lo irónico es que, pese a todo, todavía estamos a tiempo. Europa aún puede desarrollar una industria extractiva y de primera transformación sostenible, basada en sus propios principios y con una visión de largo plazo. El conocimiento técnico existe, los recursos geológicos están identificados y el marco político comienza a alinearse, aunque tarde y de forma titubeante. Pero hace falta algo más: una voluntad colectiva real de asumir que no puede haber autonomía sin producción, ni transición verde sin materias primas.

Me atrevo a decir que el verdadero desafío no es técnico, sino cultural y político. Durante años hemos delegado nuestra soberanía industrial en terceros países, ignorando que en el tablero global los recursos naturales son armas de poder. Ahora despertamos, demasiado rápido y con demasiadas urgencias, en un mundo en el que nuestras reglas ya no siempre se respetan. Si Europa quiere mantener su bienestar, su modelo democrático y su liderazgo tecnológico, deberá aceptar que la minería —bien hecha, regulada, sostenible— forma parte del camino. Puede que no sea popular, pero es necesario. Porque, desde una perspectiva realista, la pregunta no es si debemos hacerlo, sino si estamos dispuestos a pagar el precio de no hacerlo. Y si miramos a nuestro alrededor, desde una Europa tan compleja como noble, sólo cabe una respuesta: abróchense los cinturones. Esto apenas comienza.