Este 4 de julio amanecimos con un golpe seco sobre la mesa del comercio internacional.

Donald Trump, en un gesto tan simbólico como desafiante, ha anunciado que comenzará a enviar cartas arancelarias unilaterales a entre 10 y 12 socios comerciales clave. La medida no es menor, ni coyuntural: marca un viraje abrupto en el rumbo económico de Estados Unidos y sitúa a Europa, Japón y Corea del Sur en una incómoda encrucijada diplomática y económica.

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DANIEL GIL

7/7/20252 min read

Lo que muchos se preguntan es: ¿por qué ahora? ¿Por qué en el día de la independencia? La respuesta está entre líneas, y no es meramente retórica. El presidente estadounidense se enfrenta a una tormenta inflacionaria en el horizonte, con un triple déficit que amenaza la estabilidad financiera del país: presupuestario, comercial y exterior. Para contrarrestarlo, ha optado por la vía más directa y agresiva: gravar a los que entran, en lugar de seguir erosionando la base fiscal interna.

La estrategia, que a primera vista puede parecer abrupta o incluso desesperada, obedece a una lógica que no carece de sofisticación. Trump quiere que cada producto que cruce la frontera estadounidense venga acompañado de una contribución fiscal. No se trata solo de castigar a los socios comerciales que considera ventajistas; se trata de reequilibrar los libros contables del Estado sin aumentar la presión fiscal sobre los ciudadanos. "Me van a machacar con el bono a 10 años, salvo que, a través de los aranceles, cierre ya los acuerdos", ha afirmado el mandatario. El mensaje es claro: o se renegocian las reglas del juego, o se juega con las fichas propias.

La reacción internacional no se ha hecho esperar. Japón tiembla, Europa se descompone en su lentitud estructural, y Corea del Sur se siente traicionada por un aliado que hoy actúa como competidor feroz. Las cartas, que comenzarán a llegar antes del 9 de julio, contienen el mensaje inequívoco de que el tiempo de las negociaciones eternas ha terminado. A partir del 1 de agosto, los países que quieran acceder al mercado estadounidense tendrán que pagar por ello.

En el trasfondo, subyace la convicción de Trump de que la guerra comercial no es una opción, sino una necesidad estratégica. Tras la aprobación del One Big Beautiful Bill, la gran reforma fiscal que redujo drásticamente los impuestos internos, el agujero presupuestario exigió una fuente alternativa de ingresos. Esa fuente, según su visión, será el comercio internacional. No se trata de una cruzada ideológica, sino de una operación quirúrgica de recaudación.

El gesto de lanzar estas cartas precisamente en el día nacional es tan elocuente como provocador. Trump se presenta como el defensor del consumidor estadounidense, del trabajador que quiere gastar sin preocuparse por la inflación, del empresario que necesita estabilidad fiscal. Y para garantizar esa promesa, ha decidido que otros paguen la factura.

Mientras tanto, en el tablero global, Alemania emerge como el nuevo gigante exportador, superando incluso a Japón. Desde el corazón industrial de Europa, Berlín observa con cautela una medida que podría reconfigurar los equilibrios comerciales internacionales. La pregunta ya no es si habrá guerra comercial, sino cuál será su escala, su duración y sus consecuencias.

En definitiva, lo que hoy presenciamos no es un gesto aislado, sino el inicio de una ofensiva económica que redefine las reglas del comercio global. Y como siempre en estas situaciones, los efectos colaterales no se harán esperar.