El privilegio desorbitante: una mirada desde dentro al dominio del dólar
Desde hace décadas, el dólar estadounidense ha ejercido un rol que va más allá de ser simplemente la moneda nacional de un país. Se ha convertido en el pilar del sistema financiero global, el patrón de referencia para el comercio, la inversión y la acumulación de reservas por parte de los bancos centrales. Este fenómeno, muchas veces celebrado en Estados Unidos, también ha sido objeto de duras críticas. Valéry Giscard d’Estaing, expresidente francés, lo denominó con acierto como un “privilegio desorbitante”. Y no le faltaba razón.
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EMILIANO GÓMEZ
4/10/20253 min read


Desde hace décadas, el dólar estadounidense ha ejercido un rol que va más allá de ser simplemente la moneda nacional de un país. Se ha convertido en el pilar del sistema financiero global, el patrón de referencia para el comercio, la inversión y la acumulación de reservas por parte de los bancos centrales. Este fenómeno, muchas veces celebrado en Estados Unidos, también ha sido objeto de duras críticas. Valéry Giscard d’Estaing, expresidente francés, lo denominó con acierto como un “privilegio desorbitante”. Y no le faltaba razón.
Durante años, he observado con creciente fascinación —y preocupación— cómo esta hegemonía monetaria se traduce en una asimetría de poder económico. El actual contexto no ha hecho más que reafirmar esta sospecha.
Como bien señalaba Giscard, la posibilidad de emitir la moneda en la que el mundo entero comercia y se endeuda otorga a EE. UU. una ventaja estructural: puede financiar sus desequilibrios fiscales y comerciales a tipos bajos, sin sufrir el ajuste inmediato que enfrentaría cualquier otra economía en similares circunstancias. La paradoja resulta aún más intrigante si consideramos que, pese a su déficit comercial crónico, Estados Unidos sigue atrayendo capitales globales en busca de seguridad, liquidez y rentabilidad. Esto le permite vivir “por encima de sus medios” —como lo dirían algunos analistas— sin enfrentar las consecuencias típicas de una economía en desequilibrio externo. La razón: el mundo necesita dólares. Pero este “privilegio” tiene también un reverso.
El fortalecimiento del dólar, aunque beneficioso para importar barato y sostener la demanda interna, perjudica las exportaciones estadounidenses y, con ello, el empleo en ciertos sectores industriales. No es casual que la administración de Donald Trump —como se señala en el artículo— buscara una depreciación del dólar para mejorar la competitividad de sus exportaciones. El problema es que, al mismo tiempo, impulsaba políticas proteccionistas y fiscales que, paradójicamente, tendían a apreciar la moneda. Esta contradicción refleja una falta de coherencia estratégica. Subir aranceles, aumentar el gasto y reducir impuestos no sólo estimula la economía interna (lo que refuerza la demanda de dólares), sino que lanza señales de desconfianza sobre el futuro del sistema global.
La idea, barajada por algunos sectores, de establecer tasas sobre capitales extranjeros o reestructurar la deuda pública para reducir su coste, aunque aún en el terreno de las especulaciones, ha encendido todas las alarmas. La estabilidad del dólar descansa, en última instancia, sobre tres pilares: el poder económico y tecnológico de EE. UU., su capacidad militar, y —sobre todo— la confianza. Una confianza alimentada por el respeto a los contratos, el funcionamiento predecible de sus instituciones y el carácter abierto de sus mercados.
Socavar alguno de estos fundamentos con decisiones unilaterales o impredecibles es jugar con fuego. He sido testigo, en distintas etapas de mi vida profesional, de cómo pequeños temblores en la confianza del sistema financiero estadounidense tienen consecuencias globales. Una decisión errática en Washington puede desatar una fuga de capitales en Asia, una depreciación brusca en América Latina o una burbuja financiera en Europa. En este sentido, hablar de una “liberación” del dólar, como si el mundo pudiera prescindir de su uso de la noche a la mañana, suena más a consigna ideológica que a una alternativa realista. El sistema actual es imperfecto, sí, pero carecemos aún de una estructura que lo reemplace con seguridad.
Ni el euro, ni el yuan, ni las criptomonedas han demostrado, hasta ahora, la robustez necesaria para asumir ese papel. Por eso, decisiones que pongan en entredicho los principios básicos del orden monetario internacional no sólo serían irresponsables, sino peligrosas. Las especulaciones sobre reestructuraciones o tasas a la inversión extranjera, aunque marginales por ahora, revelan una desconexión preocupante entre la política doméstica y las implicancias globales del poder del dólar. Lamentablemente, en un escenario donde las decisiones del “día de la liberación” ya no parecen una exageración sino una posibilidad, conviene recordar que los privilegios, cuando se abusa de ellos, tienden a volverse en contra. Y el “privilegio desorbitante” del dólar no será la excepción.
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