El falso mito del retorno industrial: análisis financiero sobre las promesas económicas de Trump
Como analista financiero, he aprendido que detrás de cada titular populista hay una ecuación que no cuadra. Y pocas veces he visto un desajuste tan evidente como el que plantea el supuesto renacimiento industrial de Estados Unidos bajo la retórica de “America First”. La idea suena sencilla y poderosa: traer de vuelta las fábricas, generar empleos locales, reducir la dependencia exterior. Pero cuando uno revisa los fundamentos económicos, los datos macro y los flujos globales de capital y producción, el relato se desmorona. La economía estadounidense se ha convertido, desde hace décadas, en una potencia de servicios. Hoy, aproximadamente el 85 % del PIB de EE. UU. proviene de sectores como la tecnología, las finanzas, la salud o el entretenimiento. La industria representa apenas un 15 %. Esto no es fruto del abandono, sino del desarrollo natural de una economía avanzada. Los países más ricos tienden a especializarse en servicios de alto valor añadido, dejando la manufactura intensiva a regiones con menores costes laborales. Intentar revertir ese proceso no es solo costoso, sino profundamente ineficiente. La reindustrialización implica inversiones masivas en infraestructura, formación laboral, reconversión tecnológica… y, sobre todo, costes mucho más elevados. Fabricar un smartphone en Ohio no costará lo mismo que producirlo en Shenzhen. Y si los márgenes de beneficio de empresas como Apple o Tesla dependen de mantener una cadena de suministro global optimizada, no tiene sentido alterar ese equilibrio en nombre del orgullo nacional.
ACTUALIDAD MERCADOS
SANTI CULLELL
4/6/20253 min read


Como analista financiero, he aprendido que detrás de cada titular populista hay una ecuación que no cuadra. Y pocas veces he visto un desajuste tan evidente como el que plantea el supuesto renacimiento industrial de Estados Unidos bajo la retórica de “America First”. La idea suena sencilla y poderosa: traer de vuelta las fábricas, generar empleos locales, reducir la dependencia exterior. Pero cuando uno revisa los fundamentos económicos, los datos macro y los flujos globales de capital y producción, el relato se desmorona. La economía estadounidense se ha convertido, desde hace décadas, en una potencia de servicios. Hoy, aproximadamente el 85 % del PIB de EE. UU. proviene de sectores como la tecnología, las finanzas, la salud o el entretenimiento. La industria representa apenas un 15 %. Esto no es fruto del abandono, sino del desarrollo natural de una economía avanzada. Los países más ricos tienden a especializarse en servicios de alto valor añadido, dejando la manufactura intensiva a regiones con menores costes laborales. Intentar revertir ese proceso no es solo costoso, sino profundamente ineficiente. La reindustrialización implica inversiones masivas en infraestructura, formación laboral, reconversión tecnológica… y, sobre todo, costes mucho más elevados. Fabricar un smartphone en Ohio no costará lo mismo que producirlo en Shenzhen. Y si los márgenes de beneficio de empresas como Apple o Tesla dependen de mantener una cadena de suministro global optimizada, no tiene sentido alterar ese equilibrio en nombre del orgullo nacional.
La pregunta clave es: ¿está dispuesto el consumidor estadounidense a pagar un 20 %, 30 % o incluso 50 % más por el mismo producto, solo por el hecho de que se haya fabricado dentro de sus fronteras? En términos de elasticidad-precio, la respuesta es negativa. El mercado, por naturaleza, penaliza las ineficiencias. Y el consumidor, por norma, prioriza el precio y la calidad sobre el origen. Desde el punto de vista financiero, lo que más me inquieta es el discurso arancelario. Se plantean medidas proteccionistas con una lógica simplista: si importamos menos, reducimos el déficit comercial. Pero los aranceles son un arma de doble filo. Encarecen las importaciones, sí, pero también provocan represalias, distorsionan las cadenas de valor y alimentan una inflación que ya está siendo difícil de controlar con los actuales tipos de interés. Además, muchas empresas estadounidenses dependen de componentes extranjeros para producir localmente. Gravar esas importaciones no protege la industria, la encarece. Otro factor preocupante es la manipulación de cifras. He visto cálculos completamente desacertados —como dividir el déficit comercial entre el número de productos importados— para justificar decisiones políticas. Ese tipo de fórmulas no resisten el más mínimo análisis técnico.
No es así como se mide la competitividad, ni mucho menos como se construye una estrategia comercial eficaz. A nivel global, el impacto puede ser devastador. Si Estados Unidos adopta una postura abiertamente proteccionista y se aísla de organismos internacionales, se abre un vacío que actores como China estarán encantados de ocupar. Ya lo hemos visto: cuando se debilita el liderazgo global de EE. UU., el yuan gana influencia, las rutas comerciales se redibujan y las alianzas geoestratégicas se reconfiguran. Además, en un contexto de deuda mundial récord (más de 316 billones de dólares) y tipos de interés elevados, cualquier tensión adicional puede hacer tambalear el sistema. La posibilidad de una “recesión controlada” es un concepto teórico atractivo, pero en la práctica, las recesiones no son herramientas de gestión.
Son crisis de confianza. Y cuando la confianza se pierde —como en 2008 o en 2001— el coste de reconstruirla es inmenso. Mi mayor temor, como profesional del análisis financiero, no es tanto el efecto inmediato de estas medidas, sino su potencial acumulativo. Si los principales bloques económicos —la UE, China, Japón, Canadá— deciden actuar de forma coordinada frente a Estados Unidos, podríamos entrar en una dinámica de bloqueos cruzados, caídas de inversión extranjera directa y una contracción global del comercio. Y ese escenario sí podría derivar en una recesión mundial profunda, duradera y con consecuencias impredecibles para los mercados. En resumen, la promesa del regreso industrial es un espejismo político. No responde a fundamentos económicos sólidos ni a una estrategia de largo plazo.
El mercado global ya ha cambiado, y la ventaja competitiva ya no está en las fábricas, sino en el talento, la innovación y la capacidad de integración internacional. Ignorar esa realidad es caminar con paso firme hacia una tormenta financiera evitable. Pero para evitarla, hace falta algo que escasea últimamente: visión.
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