El avance de la tecnocracia y la amenaza del control global

Esta mañana he despertado con la sensación de que asistimos a un momento decisivo en la historia contemporánea. Las noticias y los análisis que he seguido en las últimas horas dibujan un panorama inquietante, donde el autoritarismo y la tecnocracia parecen entrelazarse de forma cada vez más clara, dejando en evidencia la fragilidad de la democracia tal y como la conocemos.

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EMMA TUCKER

6/2/20254 min read

He observado con preocupación la deriva de los Estados modernos, donde el poder judicial se somete al ejecutivo, consolidando un poder único que confunde al Estado con la persona que lo lidera. En este marco, la fiscalía asume el control de la instrucción penal y, con ello, de la policía judicial, completando un proceso de concentración de poder que no deja resquicio para el disenso ni para el control ciudadano. La definición más pura de un Estado totalitario se hace realidad mientras se proclama la defensa de la democracia a bombo y platillo. Mientras tanto, en el ámbito internacional, la tensión entre tecnócratas y poder político está alcanzando un punto de ebullición.

He seguido de cerca la ruptura entre Elon Musk y la administración estadounidense. Lo que comenzó como una promesa de eficiencia y ahorro en la gestión pública ha terminado en una confrontación casi física en los pasillos del poder. Musk, convertido en símbolo del tecnocapitalismo, había asumido la tarea de rediseñar el aparato estatal con la lógica de la empresa privada: recortes drásticos y algoritmos por encima de todo. Sin embargo, la realidad política, con sus inercias y sus equilibrios, ha demostrado ser mucho más resistente de lo que Musk había imaginado.

Este episodio revela un peligro latente: el avance de una tecnocracia que pretende imponer sus criterios bajo el argumento de la eficacia, sin tener en cuenta los contrapesos democráticos ni los derechos fundamentales de la ciudadanía. Los jóvenes ingenieros y consultores que rodean a estos magnates tecnológicos, llenos de datos pero sin experiencia política, han chocado frontalmente con la maquinaria estatal, generando un clima de inestabilidad y recelo que ahora amenaza con extenderse a toda la administración. Al mismo tiempo, he seguido con especial atención el ambicioso proyecto de la "Golden Dome", un escudo antimisiles que Donald Trump ha presentado como la gran respuesta defensiva frente a las amenazas de Rusia o China.

Se trata de un sistema que combina interceptores terrestres con satélites en órbita baja, en una reedición de las "guerras de las galaxias" de la era Reagan. Sin embargo, la física y la realidad operativa contradicen las promesas: expertos independientes advierten que es imposible detener los misiles hipersónicos con la tecnología actual, y que se necesitarían decenas de miles de interceptores espaciales para lograrlo, una cifra completamente irreal. Me resulta especialmente revelador que la cifra presupuestaria para este proyecto coincida con la que supuestamente se ha "ahorrado" gracias a los recortes impulsados por Musk y su equipo.

Un paralelismo sospechoso que parece confirmar que las cifras, en la política, suelen ser más retóricas que reales. Y, por supuesto, el verdadero peligro de este tipo de anuncios no radica solo en su viabilidad técnica, sino en la narrativa que generan: la de un país atrincherado en la carrera armamentística, desviando recursos que podrían destinarse a reforzar la cohesión social y económica de su propio territorio. La mirada a Europa, en paralelo, confirma que el control centralizado del ahorro de los ciudadanos es la otra cara de la moneda.

He visto cómo las instituciones comunitarias avanzan en la creación de un euro digital y en la consolidación de grandes conglomerados financieros, desplazando las entidades más pequeñas y la soberanía económica nacional. Esta agenda se articula como un "ahorro forzoso", con la excusa de impulsar inversiones estratégicas en sectores militares e industriales europeos. Bajo el disfraz de la modernización financiera se esconde una expropiación silenciosa del ahorro privado, reconduciéndolo hacia proyectos elegidos por las élites políticas y empresariales sin que los ciudadanos tengan voz ni voto. Todo esto se produce en un contexto de creciente precariedad laboral que no podemos seguir ignorando. En España, la combinación de un desempleo estructural crónico y la llegada masiva de inmigrantes está creando una fractura social cada vez más visible.

El fenómeno de la "trampa del desempleo", donde trabajar deja de ser rentable frente a las ayudas sociales, se extiende como una enfermedad silenciosa. Mientras tanto, la inteligencia artificial, lejos de ser la panacea que algunos prometen, amenaza con destruir millones de empleos cualificados y expulsar del mercado laboral a toda una generación. He comprobado cómo, tras las cifras triunfalistas, se oculta una realidad de paro de larga duración, subempleo y precariedad. Cada vez más jóvenes optan por abandonar el país, mientras que otros muchos, atrapados en trabajos que no les permiten ni pagar un alquiler, terminan normalizando el desempleo como una opción de vida.

El espejismo de la recuperación económica, alimentado por la liquidez sin límites de los bancos centrales, no alcanza a los más vulnerables. Y lo peor es que las reformas estructurales necesarias para revertir esta situación siguen sin materializarse. Me parece urgente advertir que esta combinación de autoritarismo, tecnocracia y control económico centralizado está configurando un modelo de sociedad donde la libertad individual queda subordinada a los intereses de las grandes corporaciones y a los designios de los burócratas globales.

Una sociedad donde el ahorro y el trabajo pierden su valor como pilares de dignidad personal y se convierten en instrumentos al servicio de agendas opacas. Hoy, más que nunca, debemos reclamar un debate abierto y sin dogmas sobre el futuro que queremos construir. La democracia no puede seguir siendo un eslogan vacío mientras se consolidan estas nuevas formas de poder absoluto, ya sea en nombre de la eficiencia, la seguridad o el progreso tecnológico.

Y mientras seguimos esperando reformas laborales de verdad, inversiones productivas reales y políticas que respeten la dignidad de quienes trabajan y ahorran, corremos el riesgo de que el Estado se convierta en un gran administrador de intereses ajenos, sin más horizonte que el control y la obediencia. Seguiré observando con atención. Porque detrás de cada cifra, cada anuncio y cada reforma, late la pregunta más importante: ¿quién se beneficia realmente y quién paga el precio? Esa es la clave de todo este ajedrez.