EE.UU. vs China: una guerra comercial que apenas comienza
Como observador y analista de la economía global, pocas veces he presenciado una escalada tan rápida, tensa y con potencial de consecuencias tan duraderas como la guerra comercial entre Estados Unidos y China. Esta confrontación, lejos de haberse aplacado con el paso de los años, ha adquirido nuevas dimensiones bajo el liderazgo de Donald Trump, quien ha decidido plantar cara, sin rodeos, al crecimiento del gigante asiático. Pero más allá de la retórica, lo que está en juego no es solo un desequilibrio comercial: es una lucha por el poder económico del siglo XXI. Todo comenzó con una premisa aparentemente sencilla: reducir el déficit comercial estadounidense. En 2023, la economía de EE.UU. acumulaba un déficit comercial de 1,06 billones de dólares, de los cuales 438.900 millones correspondían únicamente a su balanza con China.
ACTUALIDAD MERCADOS
JON FERGUSON
4/15/20253 min read


Como observador y analista de la economía global, pocas veces he presenciado una escalada tan rápida, tensa y con potencial de consecuencias tan duraderas como la guerra comercial entre Estados Unidos y China. Esta confrontación, lejos de haberse aplacado con el paso de los años, ha adquirido nuevas dimensiones bajo el liderazgo de Donald Trump, quien ha decidido plantar cara, sin rodeos, al crecimiento del gigante asiático. Pero más allá de la retórica, lo que está en juego no es solo un desequilibrio comercial: es una lucha por el poder económico del siglo XXI. Todo comenzó con una premisa aparentemente sencilla: reducir el déficit comercial estadounidense. En 2023, la economía de EE.UU. acumulaba un déficit comercial de 1,06 billones de dólares, de los cuales 438.900 millones correspondían únicamente a su balanza con China.
Desde el punto de vista de Trump, esta cifra no era solo inaceptable, sino una amenaza directa a la soberanía productiva del país. ¿La solución? Imponer aranceles a una extensa lista de productos chinos y restringir el acceso de sus empresas al mercado norteamericano. Pero la realidad, como suele suceder, es mucho más compleja. En una economía globalizada e interconectada, la imposición de barreras comerciales no es un simple juego de suma cero. Los efectos se extienden en múltiples direcciones: elevan los precios para el consumidor final, distorsionan las cadenas de suministro, y desatan respuestas simétricas del otro lado del Pacífico. Y eso es exactamente lo que está ocurriendo. China, lejos de intimidarse, ha endurecido su postura. Desde Pekín, se percibe este conflicto no solo como una cuestión económica, sino como un pulso geoestratégico que define su lugar en el orden mundial.
Con más de 300 millones de ciudadanos que ya conforman una clase media con un poder adquisitivo superior al de países europeos como Bélgica, China representa un mercado interno formidable, y está decidida a blindar su crecimiento. Lo que me parece especialmente interesante es cómo ambos países se han preparado para esta guerra. Mientras Estados Unidos acusa décadas de deslocalización industrial y reconoce ahora que ya no produce ni siquiera respiradores o mascarillas, China ha invertido sistemáticamente en capacidades tecnológicas, manufactura avanzada y reservas de deuda estadounidense. Entre 2016 y 2023, el país asiático acumuló más de 600.000 millones de dólares en bonos del Tesoro, lo que le otorga una palanca de presión silenciosa, pero poderosa. En este contexto, la política de aranceles aplicada por Trump no es más que una pieza en un tablero mucho más amplio. Y, desde mi perspectiva, una pieza insuficiente. Si bien puede brindar cierto alivio temporal a sectores industriales concretos, no ataca las causas estructurales del desequilibrio: la pérdida de competitividad, la falta de inversión en innovación y la dependencia crónica de importaciones clave. Tampoco construye nuevas capacidades productivas en el corto plazo. Y sin ellas, ninguna política proteccionista puede sostenerse. Los datos son reveladores. Estados Unidos exportó en 2023 productos por valor de 143.500 millones de dólares a China.
Esa cifra, aunque importante, es mucho menor que las importaciones. Y lo más relevante: gran parte de esos productos también dependen de componentes o insumos provenientes del extranjero. Por tanto, golpear a China implica, de facto, autogenerarse disrupciones logísticas y productivas. La comunidad internacional también ha empezado a notar los efectos colaterales. Países en vías de desarrollo, que comercian con ambos gigantes, se ven atrapados en una guerra ajena que encarece los bienes, limita el acceso a financiamiento y retrasa sus procesos de modernización. La Organización Mundial del Comercio ya ha advertido que esta confrontación puede convertirse en una amenaza sistémica. Y sin embargo, lo que estamos viendo es solo el comienzo.
La administración de Trump ha dejado claro que no dará marcha atrás. La reconfiguración de alianzas, las medidas para incentivar la producción interna y los nuevos acuerdos comerciales bilaterales forman parte de una estrategia más amplia: desacoplar parcialmente la economía estadounidense de China, algo que muchos analistas consideran inviable sin costos enormes. La pregunta que me hago es: ¿estamos preparados para vivir en un mundo de bloques económicos enfrentados, en lugar de uno integrado? Porque lo que está en juego no es solo el destino de dos superpotencias, sino el modelo mismo de globalización que ha definido las últimas décadas. Una transición mal gestionada podría derivar en inflación prolongada, caída del crecimiento global y una competencia geopolítica cada vez más hostil. La guerra comercial entre EE.UU. y China está lejos de resolverse. Y como economista, no puedo sino advertir que los próximos años estarán marcados por incertidumbre, reajustes drásticos y decisiones que definirán la economía global de una generación entera. El tablero está en movimiento. Y nadie, ni siquiera los más poderosos, puede predecir con certeza quién ganará esta partida.
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